domingo, 19 de noviembre de 2017

Manos de rama

Me acerqué. Había una puerta en el jardín y una boca con lágrima. Tu mirada atravesaba la pared y yo, detrás de ella, me perdí en un sueño que jamás quise entender.

Me veo de niño, descalzo, tocando la arena sin playa en una tierra más descalza que mis pies sin zapatos. Había una cueva en el camino y llevaba hacia aquella montaña nuestra que se veía desde la ventana, la del lobo la llamaban. Y qué curioso, porque nunca lo vi. Y sí sentí sus arañazos con el tiempo en la distancia.

Allí me dejé llevar de la mano del abuelo, caminando. Allí solté, junto al aire, sus cenizas cuando ya no estaba. Las suyas en mis manos, también las cenizas de mi abuela. Fue un canto y vi color en aquel cielo sin nubes. El lobo de aquella cueva sin nadie me llamaba la atención. Y dejé que, un poquito, me mordiera. No la mente sino la razón.

Volveré porque aquel camino dejó desnuda mi infancia, muy cerquita de tu brazo. Una fragancia es sentirte caminar sin estar, no estando lejos de tu mano.

Vuelvo porque quiero despertar. Son los sueños acordes en forma de fuego artificial luchando con la voz que no encuentro. Me siento cobarde. ¿Te acuerdas? Si ahora tus besos fueran el aire, me escondería entre ellos y quedaría dormido entre tus piernas, como las noches de Getafe que me invitabas a reír y me pensabas en tu baile. Duérmete niño, duérmete niño, así te espero, como el sofá de mis recuerdos, siendo un niño mirándote a los ojos descubrí que la mesa donde posabas tus gafas fue la mesa que mis manos querían compartir.

Te sueño, Tomás. Te sueño siendo tu nombre mi nombre, mi amigo. Te sueño.

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